lunes, 18 de noviembre de 2013

Iluminaciones en la sombra, de Alejandro Sawa




El diario ácrata de Sawa, o lo que es lo mismo: Max Estrella, el personaje inmortal creado por Valle basado en su persona. Comienza el 1 de enero de 1901, pero podía haberse escrito ayer mismo: huelgas, pobreza, una ralea política paupérrima e impresentable basada en un bipartidismo escleroso (estopa de la buena tanto a Sagasta como a Cánovas); una visión de España tan hondamente escéptica -cuando no directamente beligerante- fundamentada con ojo clínico en el ejemplo de una autoridad incompetente, necia y saqueadora enaltecida con la complicidad de tantos. Terroríficamente actual.

La entrañable y caótica crónica de un pecador “cuyas pupilas quedaron abrasadas por su afán de mirar frente a frente a lo Infinito”. Militante del decadentismo parisino (a través del cual nos obsequia con alguna que otra anécdota quizá insuficiente para el receptor parnasianista) que tan eminentes amistades le proporcionó -allí vivió siete años- y tanta viva nostalgia le provocó (pues estuvo presto a enfatizarlo a la mínima oportunidad), fue en la figura elefantina de Paul Verlaine donde concentró la mayor parte de su admiración y referencial entusiasmo.





Prologado póstumamente por su compañero de fatigas Rubén Darío (Sawa siempre tuvo a bien el presumir de grandes talentos a su alrededor), que destaca sus dotes escénicas, su afrancesamiento y, como Villiers (con quien compartía, como mínimo, una semejante ficisidad), ese tramo final de su existencia impelido por la vejez y la ceguera, dictando a las santidades profanas que más cerca tenía sus últimos chispazos literarios.

“Iluminaciones en la sombra” (que Valle deseó tanto verlo publicado) funciona ante todo como la amena radiografía de una época y de un spleen castizo que amplía y reordena su particular santoral de justos y refractarios en el delicioso apéndice “De mi iconografía”, donde reparte parabienes y mandobles sin que en cualquiera de las dos situaciones le temblara nunca el pulso. Y no tan desgarrada aquélla como hacían presuponer sus últimos días, los mismos donde engendró esas líneas.




Muy atento como involuntario valedor al entonces pujante anarquismo, se curó en salud (intelectual) al reclamar “que la humanidad marche dirigida por los más inteligentes y no por los más numerosos” y que cada cual sacase las correspondientes conclusiones de semejante máxima. “Conciso en un volumen y prolijo en una línea”, Sawa siempre aspiró por naturaleza a ser saberlo todo y, por consiguiente, a temerlo y esperarlo todo.


Lúcido analista de la decadencia y el neo-esclavismo post-industrial (“hemos quedado reducidos a las angostas proporciones de nuestro viejo hogar”) en el que cien años después todavía seguimos inmersos, Alejandro Sawa, que pasó a auto-incluirse entre los que sostienen que “la Leyenda vale más y es más verdadera de la Historia”, quedará para la posteridad como el máximo exponente del decadentismo vivencial donde se entremezcla pulsión periodística, reflexión iridiscente y soflamas esteticistas.

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