sábado, 20 de junio de 2015

El único y su propiedad, de Max Stirner






Maestro del solipsismo, tachado a menudo de extravagante o directamente loco, Stirner -de gris biografía y ardientes convicciones- es una figura filosófica arrinconada -cuando no  menospreciada- por contrincantes como Marx –que, como profeta al uso, intentó anular toda posible impugnación y le llegó a llamar “impuro”- o hijos putativos como Nietzsche. Es decir, supone un escollo entre quienes ansían totalizar, superar relaciones incómodas o emanciparse de manera impropia.

Convencido radical de la energía que procura en exclusividad el pensamiento –SU pensamiento-, lo apostó todo al egoísmo, haciendo de dicho concepto y sus múltiples puestas en práctica tabula rasa de cara a justificar todo su ideario. Ello incluía el asesinato a Dios -por mucho que el cadáver permaneciese flotante y siempre presente en todas las sinergias- o el expolio a la naturaleza como ejes inevitables de su exposición. Anarquismo liberal o cómo arramplar con todo, dejando al yo consciente el bastón de mando de las operaciones.





“Negación de todo lo ajeno”, de todo lo que esté por encima –para lo que esté por debajo o a su altura ya tiene el egoísmo para administrar sus servicios-, Stirner materializa el espíritu movido ante todo por el interés, y en dicha negación aúna sofismo y escepticismo para no detenerse ante nada y no conmoverse por nada.

Para Stirner el espíritu es por tanto verdadero, el cuerpo pura carcasa perecedera y el fantasma un comodín “supra-conceptual” que albergue a ambos; la moral “nada más que lealtad” y la revolución “inmoral, para lo que uno sólo puede decidirse cuando deja de ser ‘bueno’ y, o se ve malo, o ninguna de las dos cosas”. Nihilismo autogestionado.

“A un hombre honrado que habla abiertamente contra la constitución en vigor, contra las instituciones sagradas, etc., le encerráis como a un criminal, y a un pícaro canalla le confiáis vuestra cartera y cosas aún más importantes”.  Real como la vida misma. Como la del país España ahora mismo sin ir más lejos.





La religión como veneración artificial -y, por tanto, manipuladora desde el punto de vista de una conciencia tangible- o la maldad como posesión son otros de los conceptos que el alemán desliza en su casi única –nunca mejor dicho- obra. “La jerarquía es el dominio de los pensamientos, el dominio del espíritu” y con esta frase sintetiza a la perfección dichas nociones que le sirven para englobarlas como opuestas y correlativas al mismo tiempo.

Rebatiendo la máxima jesuita de que “El fin santifica los medios”, insiste: “Ningún medio es por sí mismo sagrado o profano, sino que su relación con la Iglesia” (…) es la que “santifica el medio”. Una relación basada en la donación y el respecto, que a juicio de Stirner son completamente deplorables y castradores frente al pensamiento privado, que debe acumular todo el poder y conducir toda estrategia. No en vano la religión es un asunto privado –y no libre- dotado de una difusión global con la venia del Estado.





Anti-burgués –para él es un estamento mediocre, desapasionado y acrítico por definición- y anti-religioso –una cosmovisión reducida a ocurrencia-, lo cede todo al pensamiento, que es el auténtico faro que debe guiarlo todo, dividiéndolo metafóricamente entre instinto –plebe a secas- y conciencia –policía-. En consecuencia contrario a la libertad política, que según él es ante todo la consecuencia de una instrumentalización de dicha libertad en una ley que no deja de dominar y someter al pensamiento. En mitad de todo esto “la pobreza (…) no molesta en demasía al burgués, como mucho le obliga a calmar su conciencia mediante una limosna.”. Ojito pues con las acciones altruistas, reglamentaciones insinuativas auspiciadas por la autoridad sagrada.





Enemigo del Estado (“se basa en la esclavitud del trabajo. Si el trabajo se libera, el Estado está perdido”) y defensor del liberalismo político que asegure la individualización total de las personas frente a otras –lo cual le aleja por completo del actual neoliberalismo, que utiliza la doble moral para predicar una cosa y hacer luego la contraria-, comparte sin embargo con el comunismo el diagnóstico de una minoría beneficiada y una mayoría necesitada.


Revolucionario: contrapone el enunciado “Dios se ha hecho hombre” a este otro:  “el hombre se ha hecho yo’”. Se ha hecho particular, poderoso –“¿Anheláis la libertad?, se llega más lejos con un puñado de poder que con un saco de derechos”- y, por tanto, egoísta.

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