viernes, 12 de enero de 2018

Hanyo (Kim Ki-young, 1960)





No hay más que ver el remake ostentoso, convencional y considerablemente innecesario de esta película (traducida como “La doncella”) para darse cuenta de que los cincuenta años que separan la original del homenaje equivalen más o menos a los que separan virtuosamente la transgresión, la valentía y la crudeza de Kim Ki-young de la lasitud, el conformismo y la pulcritud de la cinta de Im Sang-soo en 2010.

Si algo me ha quedado claro de las cuatro obras visionadas hasta la fecha de Ki-young es que no se trata de un director que provoque la indiferencia o de un autor que pueda recrearse en un hermetismo etéreo o un naturalismo metafísico de tres al cuarto. Tanto “Goryeo jang” (“Burying Old Alive”, 1963), algo parecido a una versión shakesperiana, escarpada y hechicera del clásico japonés “Narayama bushiko” (“The Ballad of Narayama”, Keisuke Kinoshita, 1958) sobre la tradición ancestral de abandonar en una montaña a aquellos ancianos que recién cumplen los setenta años (gracias, Laura Maza), como “Iodo” (“Io Island”, 1977), especie de thriller-folk erótico que bordea el fantastique (tiene algo de hammeriano) sobre una isla poblada exclusivamente por mujeres donde los hombres han desaparecido misteriosamente víctimas de hechizos funestos, como “Sunyeo” (“Water Lady”, 1979), melodrama con cuadrado amoroso, ascensión social y la femme fatale pertinente o el film que protagoniza esta entrada dan fe una forma vehemente de dirigir, hurgando al máximo y en todo momento en las flaquezas y desventuras del ser humano.






“Hanyo”, aparte de estar considerada casi unánimemente como una de las películas imprescindibles del cine coreano de todos los tiempos, da carta de naturaleza al grand guignol cinematográfico del país asiático. Mucho más que el triángulo amoroso entre un respetable profesor de piano que se ve involucrado en un desliz sexual con la criada recién contratada y la abnegada esposa de aquel, cohabitando todos –incluidos los hijos de la pareja, que también reciben lo suyo- en una nueva y próspera casa, “La doncella” supura insania, esquizofrenia y mal rollo.
Tenemos a la doncella (una radiactiva Eun-Shim Lee), metaforizada en la rata que hace acto de presencia en la cocina como ser incómodo y desagradable que viene a perturbar la delicadeza y la buena vibración del entorno –se mete hasta en la comida-. O al pianista, centro de todos los dardos de seducción –previamente tendrá que vérselas sentimentalmente con una alumna de su conservatorio- que poco a poco va perdiendo los estribos y la cordura. Es un film que ejemplifica a la perfección la especial significación en todo el cine de Kim Ki-young del universo femenino como productor de desgracias: la mujer como embaucadora irremediable y criatura turbulenta de la que resulta imposible deshacerse. Es decir, adaptando el mito de Lulú (“La caja de Pandora”) o Mildred Rogers (“On human bondage”) a la idiosincrasia oriental que flirtea con el concubinato más tóxico e impredecible, algo que también se reproduce en la citada “Sunyeo”.




“Hanyo” se adelanta un par de años a una película con no pocas similitudes: “What Ever Happened to Baby Jane?” (Robert Aldrich, 1962): ambas comparten el uso llamativo del travelling, la densidad claustrofóbica –ergo gótica- in crescendo –se percibe ya desde los primeros planos en la escuela de música: pasillos estrechos, sensación de calor asfixiante, recelos por doquier- o el uso grandilocuente del terror psicológico en un poroso blanco y negro. Pero también bebe de un cine norteamericano anterior a su realización: el desenlace sin duda remite a “La mujer del cuadro” (Fritz Lang, 1944) y no diremos exactamente en qué –aunque no es muy difícil deducirlo- para evitar en la medida de lo posible el spoiler.


Un blockbuster como “La mano que mece la cuna” ("The Hand That Rocks the Cradle", Curtis Hanson, 1992) es un (ingenuo y edulcorado) juego de niños al lado de “Hanyo” y su amoral tejido de relaciones afectivas y pasiones conducidas al paroxismo.



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