“Se comportaba como un hombre que no
está ante su primera aventura, aunque sí ante su primer amor”
Rubén Darío, en sus Raros, dijo de ella
–Marguerite Vallette-Eymery, aka Rachilde- que era una “satánica flor de decadencia” y “mala
como un pecado”. No murió joven como Lautréamont, ni abandonó la escritura
en los albores como Rimbaud; su vida conoció el éxito exorbitado en los salones
literarios y en los artísticos en general y el olvido más indiferente al final
de su larga vida (muere con 93, a mediados del siglo pasado): el insolente
escándalo de un Verlaine y el abandono de un Villiers. Sin embargo, no obtuvo la
ansiada posteridad de ninguno de ellos, en parte por su trayectoria
especialmente dilatada –que suele restar puntos en el ránking del malditismo-,
en parte por una capacidad para la provocación –por ejemplo vestir públicamente
como un hombre, en la línea de una George Sand- gradualmente neutralizada por
el paso de las modas y la –siempre superficial- asunción de muchas de sus
osadías. En el periodo de entreguerras llegó a ser un personaje tan conocido,
tan presente y tan reprobado que de vivir hoy en día no nos hubiera extrañado
verla prestada en programas de televisión a cual más abisal en cuestiones de
dudosa catadura expositiva.
Aparte de incansable editora y escritora de fondo
en cuestiones simbolistas y provocadoras, Rachilde ha pasado a la historia
–fundamentalmente- por “Monsieur Venus”, prácticamente su debut literario y
obra cumbre del decadentismo finisecular, reivindicada con fruición sobre todo
en su país de origen –Francia- desde la década de los noventa del siglo pasado
y reeditada felizamente en castellano con el habitual esmero lujoso del que
siempre hace gala la editorial KRK en su colección Tras 3 Letras.
“Monsieur Venus” –avisemos- no es una novela
pornográfica. Incluso diríamos que tiene lo justo de erótica, por lo que quizá
esté más cerca de los tratados de dominación y mutabilidad de roles de
Sacher-Masoch y del esteticismo ideal de Huysmans que de la escatología de
Sade, por mucho que la propia Rachilde titulara posteriormente otra de sus
obras “La marquesa de Sade”. Aquella cuenta fundamentalmente la historia de una
mujer de la alta sociedad francesa –Raoule, Mademoiselle de Vénérande, una
traslación en la ficción de Rachilde: andrógina atezada- que se enamora de un
pintor de poca monta –cuadros de flores- y de la más baja condición social
–Jacques Silvert, andrógino rubicundo-, haciendo de esa relación un intercambio
de papeles considerados en la época de su publicación de lo más malsano y
diabólico pero que obtuvo estéticamente el reconocimiento explícito del citado
Verlaine, de Oscar Wilde o de Jules Barbey d'Aurevilly y la admiración de
Alfred Jarry, entre otros. La mujer se convierte en hombre y el hombre se
convierte en mujer, aprovechando las tácitas fisonomías de ambos, prestas a
subvertir los roles anteriormente asumidos. El círculo se completa con la
activa participación de Monsieur Raittolbe –militar amigo de la familia
Vénérande e implícito pretendiente de Raoule- y Marie Silvert, hermana de
Jacques, incitadora de la relación entre Jacques y Raoule –huele el abultado
montante que hay por en medio, además del ilusionante salto de condición
social- y convertida en amante de Raittobe con el fin de contraponer el amor
“desviado” en el que se ve envuelto su hermano con una relación más
convencional, pero de una sordidez a juego con la primera.
Novela materialista –así se subtitula-, dedicada a
la belleza física –esa es su dedicatoria inicial-, “Monsieur Venus”, ya desde
su título, busca constantemente el cruce de apariencias y experiencias, juega
al equívoco al determinar él o ella transgrediendo constantemente la
cuestión de género, socava la
divergencia ya de por sí considerable entre las diferentes clases sociales en
cuestión –en el inicio de la novela nos encontramos ante una Raoule cercada por
la náusea solo con visitar la primera vivienda de Jacques y Marie-, juguetea
con la sensualidad, la perversidad soft
y la fantasía –carnal, afectiva o decorativa- hasta quemarse en los abismos de
un cierto vampirismo atravesado por los celos, los duelos a muerte y la
necrofilia. Un combinado explosivo que puso en el mapa –año 1884- a la que es
quizá la dama por antonomasia del movimiento decadente francés –ahí el bueno de
Darío, con una clarividencia à la page
corrigió a Verlaine, que había incluido en sus Poetas Malditos a la deliciosa Marceline
Desbordes-Valmore como única fémina de su selección, definitivamente más
apegada al Romanticismo-, todo un personaje que ayudó a su manera a empezar a
normalizar conceptos como el travestismo y la libertad sexual y a desencorsetar
lo relativo a las convenciones y las pautas de comportamiento tanto en sociedad
como en privado. Épater le bourgeois,
en definitiva.
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