Pater, timonel esteticista de autores
imprescindibles como Oscar Wilde –alumno suyo- o W. B. Yeats –creyente pateriano-, se propuso en 1885 una
empresa titánica: trazar un fresco sobre la vida, los intereses, los miedos y los
descubrimientos de Mario, un habitante de clase alta instalado en las afueras
de Roma en época de la estirpe de los Antoninos –mayor periodo de esplendor del
Imperio- con Marco Aurelio –del que Mario acabará siendo una especie de
secretario- en pleno despliegue de poder, tanto político como filosófico. Es en
base a este último aspecto donde se desarrolla la columna vertebral de una
novela compleja, que apunta el foco hacia los diferentes actores en escena –que
incluyen entre otros a Lucio Vero, hermanastro natural de Marco Aurelio-, sus
posicionamientos teóricos y, en el caso de Mario, su evolución del epicureísmo
al primer cristianismo –burdo mejunje de paganismo y judaísmo desembocado en
humanismo-, pasando por el estoicismo –originalmente cinismo; esta última,
tendencia filosófica promocionada desde la jefatura del Estado: desprecio por
el cuerpo e interés centrado exclusivamente en el pensamiento y el espíritu-.
Por tanto, en “Mario el epicúreo” confluyen
filosofía, libro de autoayuda y texto religioso. Todo ello pulsado con
sobriedad, pedagogía y, como decíamos, sentido pictórico de un tiempo donde los
gobernantes eran, además de gestores, seres cultivados. Como no podía ser de
otra manera, el relato está trufado de anacronismos con el fin de comparar
etapas diferentes –la más socorrida: el periodo victoriano en el que se
escribió este texto, pero también la época de Virgilio, la de Dante, el
Romanticismo alemán o el eufismo inglés del XVI- y así fijar correspondencias e
identificaciones respecto a un periodo lejano y documentado a menudo, como es
bien sabido, con cierta dificultad. Lo contrario habría sido un texto rayano en
lo abstracto, aspecto que el profesor y crítico Walter Pater elude con sabiduría
y fino sincretismo retórico.
Mario crece auspiciado tanto por la “Doctrina del
movimiento” de Heráclito –la constante mudanza de todo lo existente- como por
la “Filosofía del placer” –base fundamental del hedonismo y del epicureísmo- a
cargo de Arístipo de Cirene o el politeísmo –“ceremonioso”, en el caso de Aurelio- heredado de Grecia, como
sabemos de sobra asumido, interiorizado y versionado a su manera por los
romanos (“siempre algo que hacer, en
lugar de algo que pensar, creer o amar”). Pero nuestro protagonista también
se divertirá con el gracejo saltimbanqui del platónico escéptico Apuleyo y la
impertinencia metafísica –“ese arte
consistente en asombrarse uno metódicamente”- del escritor griego Luciano
de Samósata, a los que Pater hace entrar en escena como chispeantes personajes
de la obra, dando la contrarréplica al tono solemne del libro.
Destacar el capítulo XIV, referente a la “imperceptibilidad del dolor” respecto a
“la crueldad de los espectáculos
públicos” realizado con seres humanos, donde se experimentaban con ellos
todo tipo de atrocidades: torturas, vejaciones, etc. Pater nos hace reflexionar
sobre la mentalidad de la época –que vale para cualquier otra- respecto
semejantes injusticias que, sin embargo, estaban a la orden del día y se vivían
como algo natural –algo que podemos trasladar en tiempo pasado, presente y
futuro a la esclavitud, al martirio con animales, al extractivismo furibundo de
los recursos naturales, a la persecución política, social o religiosa o a la
explotación indiscriminada en general- extrayendo una enseñanza fundamental: “no falsificar tus impresiones”.
También es importantísimo el episodio XXI, pues es
ahí donde Pater traza al principio del mismo algunas de las bases fundamentales
del esteticismo: “sin distinción entre lo
exterior y lo interior”, con la luz o la flor “no tanto objetos aprehendidos como poderes de aprehensión” y “las facultades para captar la materia que
está más allá de las capacidades del espíritu y los sentidos”.
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