“Soy la
ciudad. Eje y corazón de América. Crisol de razas, credos, culturas y
religiones de la Humanidad. Desde mis famosas granjas de ganado a mis colosales
fábricas. Desde mis modestos barrios hasta el elegante Lake Shore Drive. Soy la
voz, soy el latido de esta gigantesca, creciente, sórdida, bella, pobre y
magnífica ciudadela de la Civilización.”
De las tres películas que he tenido oportunidad de
ver hasta el momento del realizador húngaro emigrado a Estados Unidos John H.
Auer, brilla con inusual fuerza y queda atrapada para siempre en la retina “City That Never
Sleeps”, una de las varias incursiones de Auer dentro del noir –siendo quizá un
director más concentrado en el bélico-. Las otras dos, “A Man Betrayed” (1941)
y “Hell's Half Acre” (1954) no pasan de ser ambas cintas discretas, rutinarias
y algo desaliñadas, por mucho que la primera contase como reclamo al frente del
reparto con un pujante –y algo cómico- John Wayne y la segunda con el señuelo
de una ambientación exótica –Honolulu- para otra muestra “negra” un tanto
inverosímil. Las tres, eso sí, bajo el paraguas de la productora Republic,
donde Auer trabajó la mayor parte de su carrera.
La acción de “City That Never Sleeps” no
transcurre, como pudiera suponerse en un principio –y como manda el tópico
cultural-, en Nueva York –tres años después Fritz Lang acometería en este
sentido un título que podría llevar a cierta confusión, el prestigioso “While The
City Sleeps”-, sino que se desarrolla en Chicago. Y es esta última ciudad la
que nos habla con el recurso de la voz en off al principio del metraje, en un
ambiente nebuloso de rascacielos somnolientos y calles solitarias, desde una
omnisciencia hegemónica que hace su incursión en las entrañas de un imperio
orgulloso de todas sus conquistas… y todas sus miserias.
“City That Never Sleeps” parte de la historia de
un policía frustrado –el personaje de Johnny Kelly, que nunca suspiró con
ejercer su profesión-, que se debate entre el amor de su esposa –que representa
el blindaje de una vida aburrida, rutinaria y gris- y el de la bailarina del
nightclub Silver Frolics, que le tienta para abandonar la ciudad y huir al sol
de California. Pero para conseguir este último sueño y vivir holgadamente será
necesario que Kelly se degrade aceptando la misión de un desaprensivo y
poderoso abogado de la metrópoli –Edward Arnold, el detective ciego de “Eyes in
the Night”-, que consiste en deshacerse con malas artes de uno de los secuaces
del jurista –un mago de poca monta reconvertido en sicario, encarnado por William
Talman, memorable villano del “The Hitch-Hiker” de Ida Lupino o, sobre todo,
del “Armored Car Robbery” de Richard Fleischer-, el cual que pretende hacerse
con unos papeles comprometedores del letrado. Tras este planteamiento John H.
Auer, con el indispensable guión de Steve Fisher –responsable de notorios
libretos noir como “La dama del lago” (Robert Montgomery, 1946) o “Callejón sin
salida” (John Cromwell, 1947)-, consigue hilvanar una trama perfectamente
sostenida, sin puntos ciegos ni demasiadas concesiones gratuitas, y donde todos
los personajes encajan, se vinculan magistralmente y tienen su razón de ser.
“City That Never Sleeps” no solo se dota de todos
los valores prototípicos del género –la ambigüedad moral, los remordimientos,
la ambición desmedida o el rebuscamiento argumental- y su paisaje –calles
oscuras, sombras, silencios, amenazas constantes, la propia ciudad como personaje de tantos títulos policiacos- sino que redobla la apuesta en
muchos otros aspectos: aquí hay dos femmes fatales –además de la bailarina Mala
Powers, la esposa del abogado, una Marie Windsor imprescindible en “Force of
Evil” de Abraham Polonsky o “The Narrow Margin” de Fleischer-, dos apocados
tipos corrientes que sucumben a la tentación, y dos delincuentes en cuya
relación se ejemplifica metafóricamente el concepto de ‘matar al padre’.
También hay numerosas figuras omniscientes: la suegra del policía -cuya
fisonomía jamás presenciaremos, y que funciona como martilleante conciencia al inicio-, el
hombre-robot que trabaja en el escaparate del nightclub -un actor fracasado que
simboliza el reverso del cacareado sueño americano y que también aspira a los
favores de la bailarina, siendo testigo de algunos de los momentos más crudos y
sustanciales de la película- y, como decía unos párrafos atrás, la propia
ciudad que, en un formidable recurso del guión, adquiere una inaprensible
fisicidad en el policía fantasma que hará puntualmente la ronda con Johnny
Kelly –toda la acción transcurrirá prácticamente en una sola noche-. Recurso
que, por cierto, décadas más tarde explotaría Michael Landon en la
archiconocida serie camp “Highway To Heaven” (1984-1989), casualmente también
con un agente -retirado- como acompañante.
Hay secuencias que remiten directamente al
expresionismo alemán del que Auer tomó muy buena nota en su juventud, en
concreto las escenas del coche de la policía a velocidad de vértigo y desde la cámara subjetiva del conductor que prácticamente inventara Lang en trabajos como “Dr.
Mabuse, der Spieler” o “Spione”.
“City That Never Sleeps” –joya indispensable del
cine negro menos obvio-, pese al tono aleccionador, al homenaje a las fuerzas
del orden que velan por tu seguridad y a un final feliz, supura pesimismo y
mezquindad por los cuatro costados y pone el dedo en la corrupción sistemática
que prácticamente infecta todos los estratos de la sociedad, como ya plasmara el
propio Auer en la citada “A Man Betrayed”, donde el político de turno
chapoteaba entre mafiosos y fraudes electorales, pecadillos inherentes al
capitalismo salvaje que todavía hoy perdura, con el objetivo de prosperar cueste lo que cueste.