Sensaciones algo encontradas con Kawalerowicz y
las tres películas suyas que a día de hoy he tenido oportunidad de contemplar. Por
una parte la esquemáticamente ágil “Cien” (“La Sombra”, 1956), con un guión
ingenioso fundamentado en la investigación de un cadáver indocumentado y
desfigurado y arrojado desde un tren en marcha donde, para esclarecer su
identidad y el motivo de su eliminación se encadenan varias historias solo
aparentemente independientes entre sí, en teoría sin ninguna relación. Con su
habitual minuciosidad para la puesta en escena, Kawalerowicz aprovecha para
imbricar diferentes situaciones que invocan a la -caótica y desperdigada- resistencia
polaca de la clandestinidad en plena ocupación nazi, donde era preferible la
muerte frente a la pobreza, donde el miedo cruzaba cada casa y el riesgo a la
delación era la moneda en curso.
En la más rutinaria y algo hierática –pero
virtuosa técnicamente- “Pociag” (“Tren de noche”, 1959) nos encontramos desde
el inicio con una banda sonora liderada por la excelente cantante Wanda Warska
(de la que ya hablamos en este blog en nuestra primera entrada dedicada a la
poesía cantada polaca), que de paso daba carta de naturaleza oficial al
resurgimiento en aquel país de la tradición jazzística local, continuando con
la referencia a la colección de relatos sobre la Guerra Civil Española del
comunista alemán Rudolf Leonhad “Śmierć Donkiszota” -“Der Tod des Don Quijote”, jamás
traducido al castellano-, que hojea la protagonista femenina Lucyna Winnicka en uno de los vagones.
Un falso thriller sobre un asesino pasional que no es más que una excusa para
desarrollar disquisiciones sobre la culpa, la redención, el remordimiento, el
adulterio o la incipiente batalla de sexos, más en sintonía con la formalidad
de la nouvelle vague que con las de Hitchcock –a pesar de regodearse en la
premisa del falso culpable- o Wilder.
Winnicka repite como protagonista en el papel de madre superiora
en “Madre Juana de los Ángeles”, trabajo basado en el caso masivo de posesión
demoníaca que ocurriera en el convento de la localidad francesa de Loudun, al
oeste del país, en el siglo XVII. Kawalerowicz enfoca la cinta desde un
lenguaje fílmico lo más ascético y contenido posible, alejado completamente de
artificios, excesos o golpes de efecto gratuitos, apostando por el naturalismo
y la intrínseca solemnidad de unos escenarios espaciosos, decorados de una
manera minimalista o austera cuando no directamente inexistente. Y todo ello,
nuevamente, integrado en una planificación impecable a través de una dirección
modélica a la hora de abordar cada plano-secuencia, sosteniendo dentro de los
mismos situaciones perfectamente diferenciadas y nunca improcedentes,
aprovechando por otra parte la economía de medios al máximo.
En un ambiente serenamente degenerado tanto fuera
como dentro de la abadía, donde la brujería, la incredulidad y la fatalidad
campan a sus anchas, el sacerdote jesuita Jean Joseph Surin acomete la misión
de exorcizar a las monjas recluidas después de varios intentos frustrados por
parte de otros religiosos enviados con anterioridad. Las actuaciones están
escrupulosamente medidas para evitar el histrionismo o la zozobra más previsible
y las convulsiones e invasiones jamás se sirven de recursos de maquillaje o de trucos de post-producción, solo del talento interpretativo. Kawalerowicz
disecciona con pasmoso refinamiento las intrigas de intramuros y los esfuerzos
circunspectos de Surin –que piensa en un principio que todo es producto de la
desviación piadosa y la relajación practicante- por romper el velo pernicioso
del que, teóricamente, están imbuidas sus habitantes. El erotismo es fundamentalmente alusivo y
las escenas de celebración ideadas a modo de subyugante y espartana coreografía.
“Madre Juana de los Ángeles” compete a la
sobrehumana tarea de la salvación y de la lucha sin cuartel entre el bien y el
mal, siempre desde el fatalismo y la desesperación más militantes. Una (terrible)
obra maestra solo comparable a otros pináculos incontestables del cine europeo como
“Los Comulgantes” (1963) de Bergman o el “Dies Irae” (1943) de Dreyer.
Para finalizar, recordar que en el lado opuesto se
sitúa la siguiente adaptación de los hechos de Loudun: la fanfarria flatulenta
del siempre desquiciado Ken Russell en “The Devils” (1971), con su ritmo
crispado, sus pretensiones vacuas, su sinfonismo petulante y su lascivia de
saldo.
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