domingo, 24 de junio de 2018

Matka Joanna od Aniolów (Jerzy Kawalerowicz, 1961)





Sensaciones algo encontradas con Kawalerowicz y las tres películas suyas que a día de hoy he tenido oportunidad de contemplar. Por una parte la esquemáticamente ágil “Cien” (“La Sombra”, 1956), con un guión ingenioso fundamentado en la investigación de un cadáver indocumentado y desfigurado y arrojado desde un tren en marcha donde, para esclarecer su identidad y el motivo de su eliminación se encadenan varias historias solo aparentemente independientes entre sí, en teoría sin ninguna relación. Con su habitual minuciosidad para la puesta en escena, Kawalerowicz aprovecha para imbricar diferentes situaciones que invocan a la -caótica y desperdigada- resistencia polaca de la clandestinidad en plena ocupación nazi, donde era preferible la muerte frente a la pobreza, donde el miedo cruzaba cada casa y el riesgo a la delación era la moneda en curso.

En la más rutinaria y algo hierática –pero virtuosa técnicamente- “Pociag” (“Tren de noche”, 1959) nos encontramos desde el inicio con una banda sonora liderada por la excelente cantante Wanda Warska (de la que ya hablamos en este blog en nuestra primera entrada dedicada a la poesía cantada polaca), que de paso daba carta de naturaleza oficial al resurgimiento en aquel país de la tradición jazzística local, continuando con la referencia a la colección de relatos sobre la Guerra Civil Española del comunista alemán Rudolf Leonhad “Śmierć Donkiszota” -“Der Tod des Don Quijote”, jamás traducido al castellano-, que hojea la protagonista femenina Lucyna Winnicka en uno de los vagones. Un falso thriller sobre un asesino pasional que no es más que una excusa para desarrollar disquisiciones sobre la culpa, la redención, el remordimiento, el adulterio o la incipiente batalla de sexos, más en sintonía con la formalidad de la nouvelle vague que con las de Hitchcock –a pesar de regodearse en la premisa del falso culpable- o Wilder.





Winnicka repite como protagonista en el papel de madre superiora en “Madre Juana de los Ángeles”, trabajo basado en el caso masivo de posesión demoníaca que ocurriera en el convento de la localidad francesa de Loudun, al oeste del país, en el siglo XVII. Kawalerowicz enfoca la cinta desde un lenguaje fílmico lo más ascético y contenido posible, alejado completamente de artificios, excesos o golpes de efecto gratuitos, apostando por el naturalismo y la intrínseca solemnidad de unos escenarios espaciosos, decorados de una manera minimalista o austera cuando no directamente inexistente. Y todo ello, nuevamente, integrado en una planificación impecable a través de una dirección modélica a la hora de abordar cada plano-secuencia, sosteniendo dentro de los mismos situaciones perfectamente diferenciadas y nunca improcedentes, aprovechando por otra parte la economía de medios al máximo.






En un ambiente serenamente degenerado tanto fuera como dentro de la abadía, donde la brujería, la incredulidad y la fatalidad campan a sus anchas, el sacerdote jesuita Jean Joseph Surin acomete la misión de exorcizar a las monjas recluidas después de varios intentos frustrados por parte de otros religiosos enviados con anterioridad. Las actuaciones están escrupulosamente medidas para evitar el histrionismo o la zozobra más previsible y las convulsiones e invasiones jamás se sirven de recursos de maquillaje o de trucos de post-producción, solo del talento interpretativo. Kawalerowicz disecciona con pasmoso refinamiento las intrigas de intramuros y los esfuerzos circunspectos de Surin –que piensa en un principio que todo es producto de la desviación piadosa y la relajación practicante- por romper el velo pernicioso del que, teóricamente, están imbuidas sus habitantes. El erotismo es fundamentalmente alusivo y las escenas de celebración ideadas a modo de subyugante y espartana coreografía.




“Madre Juana de los Ángeles” compete a la sobrehumana tarea de la salvación y de la lucha sin cuartel entre el bien y el mal, siempre desde el fatalismo y la desesperación más militantes. Una (terrible) obra maestra solo comparable a otros pináculos incontestables del cine europeo como “Los Comulgantes” (1963) de Bergman o el “Dies Irae” (1943) de Dreyer.


Para finalizar, recordar que en el lado opuesto se sitúa la siguiente adaptación de los hechos de Loudun: la fanfarria flatulenta del siempre desquiciado Ken Russell en “The Devils” (1971), con su ritmo crispado, sus pretensiones vacuas, su sinfonismo petulante y su lascivia de saldo.

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