Basada fielmente en un cuento corto de D. H.
Lawrence publicado veintitrés años antes, “The Rocking Horse Winner” conforma,
junto con otras películas casi simultáneas en el tiempo como “The Fallen Idol” (Carol
Reed, 1948) o “The Window” (Ted Tetzlaff, 1949), una por aquel entonces (casi
virgen) vía de exploración de las miserias del mundo adulto desde el punto de
vista de un niño. Si en “The Fallen Idol” el pretexto giraba en torno a la
infidelidad y en “The Window” en torno al crimen organizado, en “El caballito
de madera” –así al menos se tradujo al castellano el relato de Lawrence- la cuestión
cardinal fluctuaba sobre una más bien poco velada crítica al capitalismo
salvaje (acumulación, apariencias, codicia) a través de la ludopatía como
último –e inmediato- recurso para mantener el status declinante de una típica
familia inglesa de clase media aspiracional.
Entremezclada con estos aspectos mundanos, “The
Rocking Horse Winner” (con una dirección de actores impecablemente tensionada) presentaba
otra faceta sutilmente orientada al fantastique:
la creciente obsesión por dar con el caballo ganador del pequeño Paul (que ve
en los premios que otorgan sus predicciones previas la salvación a la renqueante
economía doméstica) producía todo tipo de fantasmas interiores, manifestados
por Pelissier en planos deformantes –las escenas de la habitación del caballo
de madera, que cambia ostensiblemente de perspectiva, o las de las nubes que
van adquiriendo forma de corcel- y ambientes inquietantes con un deliberado y
experto manejo de la luz relumbrante tanto del exterior –ventanas, jardines,
hipódromo- como del interior –pasillos, habitaciones, cuadras-, en perfecta
armonía con sombras hogareñas y desasosiegos agorafóbicos.
En “The Rocking Horse Winner” –uno de los films
más insólitos de la cinematografía británica del inmediato periodo de
posguerra- la sugestión infantil también quedaba perfectamente revelada en la
frase que, a modo de leitmotiv, inundaba el cuento del autor de “El amante de
Lady Chatterley” e inundaba la cinta aquí reseñada: “hace falta más dinero”, un
mantra que recorre estancias y es reproducida de manera alarmante por el
juguete estrella.
De su director, Anthony Pelissier, también podemos
recomendar efusivamente la otra película de su autoría que hemos tenido
oportunidad de visionar: “Personal Affair” (1953), -“Escándalo en Rudford”, con
Gene Tierney como reclamo estelar- en este caso centrada en la confusión y el
anhelo adolescentes desde el plano sentimental, venía revestida de intriga y
que, si no fuera por un final feliz demasiado blanco –al contrario que el de
“The Rocking Horse Winner”, que supuraba fatalidad-, sería perfecta en su
conjunto.
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