El denominado Nuevo Extremismo Francés poco a poco ha ido desgarrando la placenta de la escena cinematográfica nacional para ir salpicando otras, cada vez con más impacto en el espectador medio. Ahí está el recientísimo caso de "The Substance" de Coralie Fargeat, notable grand gignol de serie B que ya hecho del body horror un plato del gusto de las taquillas de medio mundo. Dentro del paraguas de tan descriptivo 'movimiento' se sitúa Pascal Laugier, que causó absoluta sensación con su segunda "Martyrs" (2008) -una de las cintas más sádicas que se recuerdan- tras un debut fantasmal con "Saint Ange (Sanatorium)" (2004), bastante discreto.
A punto estuvo Laugier de replicar el impacto de "Martyrs" con su primera financiación canadiense -"Ghostland" es la segunda- "The Tall Man" (2012): estéticamente irreprochable, y con algunos giros de guión verdaderamente logrados, a la que le pudo un cierto regusto moralizante que casi empañó tan apreciable producción.
Cuando llegó la que nos ocupa -también conocida como "Incident in a Ghostland", que es también la novela escrita por la protagonista en el film-, de momento su cuarta y última película, pareciera que nuestro director iba a conocer su definitiva entronización en el circuito internacional, pero la verdad es que parece que el favor de crítica y público le situaron en un nebuloso término medio, otorgándole con ello un cierto aura de malditismo, a todas luces injusto con respecto a sus capacidades.
"Ghostland" -inspirada muy ligeramente en la novela de misterio del autor Jean Hager- habla de la mudanza de una mujer separada -en la vida real la estrella pop también canadiense Mylène Farmer- y sus dos hijas -una de ellas escritora de terror en ciernes en la ficción- a una mansión solitaria heredada de una malograda familiar, donde serán víctimas de un ataque (o 'home invasion') por parte de dos oscuros personajes -remarcable por especialmente inquietante la participación del actor secundario Kevin Power como la conductora del camión de dulces-, intérpretes como sacados de "Asylum" o de "Freak Show", las dos mejores temporadas de "American Horror History".
Desde el principio se percibe una forma de planificación que no oculta sus raíces e influencias: hay guiños a "Duel" de Spielberg, a "The Texas Chain Saw Massacre", "Friday the 13th", "The Shining", "Delicatessen" o al Terry Gilliam menos indigesto, pero también a la Alicia de Lewis Carroll, tan socorrida siempre para el mundo del celuloide y, en plan aún más explícito, al "The Case of Charles Dexter Ward" de Lovecraft, autor que incluso se hace de carne y hueso ya avanzada la película. Pero todos estos guiños y homenajes -incluidos detalles vintage o anacrónicos como la máquina de escribir o el auto casi de época- no ahogan o entorpecen la historia, de por sí con la suficiente fuerza para poder andar sola, sino que funcionan como gratificante aditivo.
El guion, que a priori nos puede parecer en extremo bizarro -¿por qué la hija escritora se marcha de la casa y deja a su madre y a su hermana padeciendo psicológicamente las huellas de la terrible agresión?-, cobra todo su sentido según avanza el metraje, con el más que aceptable dominio de Laugier para conducir el curso de los acontecimientos a su antojo. Para manejar igualmente a la perfección la ilusión del recuerdo y la presencia de lo ausente a través de una imaginación ilimitada. La metáfora de la salud mental (sea tras un shock traumático o no), verdadera pandemia de nuestro tiempo, consigue hacernos normalizar sus perturbaciones y sus más recónditos terrores a medida que avanzan las secuencias. La acción, con sus consabidas dosis de tenaz crueldad, se acompaña de prudentes pinceladas, bien dosificadas, de slasher -alejándose a su vez de La Nueva Carne-, para que no nos falte de (casi) nada.
A la espera de continuación -lo último de Laugier ha sido adaptar por enésima vez a Agatha Christie para la televisión, y de eso hace ya prácticamente un lustro-, bueno es hacer hincapié en "Ghostland", auténtica joya malsana, esquizofrénica, disruptiva e irruptiva.